Nuestra afición es una religión que nos exige la fe en una contradicción original: rendimos culto al trabajo de los ingenieros que superaron en técnica a los demás. Adoramos las soluciones que nacieron ante un reto técnico (como las alas de gaviota) y denostamos las gratuitas (como el tunning). Nuestras marcas favoritas tienen un palmarés deportivo fabuloso. Fueron las más eficaces, las de mayor rendimiento. Eficacia, eficacia, eficacia… (oremos)
En cambio hay un tamiz místico, algo sutil, difícilmente explicable porque no responde a criterios terrenales. No vale cualquier cosa, y la eficacia por la eficacia, la tecnología por la tecnología, sin pasión, sin irracionalidad, no tienen cabida en nuestro catecismo. Pasión, pasión, pasión… (oremos)
Hay demonios en forma de siglas (TDi, EPS, ASR…) o los motores eléctricos, capaces de ofrecer el par máximo de forma constante y dejar en bragas a cualquier gasolina en breve… pero sin hacer ruido.
Y también hay un dios. Un ente que es la máxima expresión de esta contradicción. Un deportivo que lleva 40 años siendo un referente en eficacia, pero que es también el más irracional de la historia, con una configuración que atenta contra los principios más elementales de la física.
Un vehículo supremo en el que encajan perfectamente calificativos opuestos: para la carretera y para el circuito; exclusivo y popular; para 2 y para 4; delicado y robusto; racional e irracional.
No estoy hablando del mejor deportivo, no. Estoy hablando del Santo Grial, de la Santísima Trinidad, de la madre del cordero, del vehículo que encierra el misterio original de esta religión.
Arrodillaos ante vuestro dios: